sábado, 16 de febrero de 2013

COMO HABÍA PODIDO ESTUDIAR CINE

A fines de 1950 o principios del 51, vino de vacaciones de la ciudad de México a Atotonilco,   la Srta. Irma amiga de Mercedes la mayor de mis hermanas, con cuya familia de origen atotonilquense la nuestra llevaba una vieja amistad. 
Me había dado entonces por hacer reseñas escritas y dibujos de algunas de las películas que veía y/o analizaba. Mi afición como he dicho en los relatos anteriores del tema, era a tal grado fuerte que sólo la falta de recursos económicos o el inflexible impedimento paterno o de otras instancias morales por la clasificación para adultos, me impedía brincarme las trancas para estar frente a la pantalla. En lo tocante a minoría de edad, tal vez por mi aspecto de formalidad, nunca tuve problemas. Después así mismo muy raramente tenía que mostrar la cartilla del servicio militar, ni a su tiempo la de votar, ahora del IFE.  La opción de entrar al cine de contrabando sin pagar, ya no me atrevía a llevarla a cabo.    
Con la complicidad de mi hermana, Irma mostró interés en mis apuntes. Pensé que era sólo benevolencia sentimental. Al cuestionarme sobre ponerle una dedicación más alta al asunto del cine, le contesté que eran meras puntadas de aficionado. Las cosas quedaron en nada y ella regresó en su momento a México.   
Volvió en sus siguientes vacaciones. Yo había salido de la primaria en junio de 1951, de quince años por haber entrado a primero de nueve empezando enero de 1945, cuando llegamos del rancho El Salvador. Por la premura económica familiar de inmediato empecé a trabajar primero tres meses en un trabajo eventual en la casa Lorenzo V. Valle y Cía. y sin pausa en septiembre en el negocio abarrotero mayorista La Colmena.  
Elaboraba las reseñas en el poco tiempo que podía disponer después de trabajar todos los días hasta algo de noche en la tienda. Como mencioné en el escrito anterior, tenía ya revistas y otros medios de información sobre cine que presuntamente me daban bases para desarrollar mis opiniones.  La amiga familiar era secretaria en una dependencia de Ferrocarriles Nacionales de  México, de donde su papá era jubilado y tenían algún contacto con gente del cine. Había hecho investigaciones y gestionado en principio entrevistas con miras a que yo ingresara  en los equipos de trabajo del ya reconocido director Alejandro Galindo. Me aseguraba que este señor estaba entusiasmado con lo que le había platicado sobre mi dedicación al cine. 
Me sentía muy comprometido con la aportación económica a la familia, así como con el trabajo en el que ya era el encargado. Aunque no ganaba mucho mi ayuda era importante.  Mis ya siete hermanos, en total fuimos diez, no podían ayudar.  Estaba iniciando la carrera de Contador Privado por correspondencia en la Escuela Bancaria y Comercial de la ciudad de México y además me encargaba de la administración de una vecindad propiedad de mi abuela materna Emilia González Franco que estaba ubicada en la calle 16 de Septiembre casi esquina con el entonces callejón de Santa Rosa, inmueble que al tiempo le vendió al Sr. Cristóbal Lozano. 
La oposición de mis padres y familiares sin la menor duda iba a ser totalmente férrea para irme al “mundo de perdición” en que se conceptuaba al llamado séptimo arte. Aún ahora en pleno siglo XXI, esta circunstancia no dejaría de causar grandes controversias  familiares, y más en una ciudad pequeña. Además estimaba que como arrimado con la familia de Irma con todo y su buena disposición, aparte de inconveniente al rato no iba a funcionar.     
Pude haber considerado los ingresos de algún trabajo colateral en el Distrito Federal, así como vivir con algún pariente, pero definitivamente deseché esta oportunidad que pudo haber cambiado del todo mi vida para bien o para mal, como otras ofertas que por similares o diferentes razones también tuve que rechazar.  
Alejandro Galindo (Héctor Alejandro Galindo Amezcua), 14/1/1906 Monterrey, N.L. 1/2/1999 México, D.F., fue uno de los directores importantes del cine mexicano. Denominado como cronista cinematográfico de la ciudad de México, rodó más de 80 películas de 1935 (Teotihuacán, tierra de emperadores) a 1985 (Lázaro Cárdenas). También participó en el Séptimo Arte como escritor, actor, escenógrafo y productor en algunas de sus y otras obras. Con la ayuda de su hermano Marco Aurelio había emigrado a E.U.A. en donde entre 1925 y 1930 intervino en California en varias disciplinas de la cinematografía. Entre sus cintas, por lo menos 20 se consideran de relevante importancia, entre otras Mientras México duerme (1938, Virgen de medianoche (1941), Campeón sin corona (1945),  Esquina Bajan (1948), Hay lugar para…dos (1948), Una familia de tantas (1949), Doña Perfecta (1950), Espaldas mojadas (1953), Los Fernández de Peralvillo (1953), México nunca duerme (1958), Corona de lágrimas (1967), …Y la mujer hizo al hombre (1974) y El color de nuestra piel (1982). Sus películas ganaron 12 premios Ariel y por su trayectoria personal el Ariel Especial de Oro y la Medalla Salvador Toscano.        

AL CINE A GUADALAJARA

A mediados de los cincuentas ya teníamos diez años en Atotonilco. En  junio de 1954 había entrado a Banamex, después de haber trabajado tres como encargado del negocio de mayoreo y menudeo “La Colmena”, que el Sr. Cecilio Hernández Quiroz recientemente le había comprado a don Efrén Morales Orozco, empresa que junto con las de los hermanos don Víctor y don Ezequiel González Orozco y la de don Enrique Fonseca Navarro y familia, eran las principales del ramo abarrotero y conexos en aquel tiempo. El domingo era el día de descanso pero le ayudaba a mi padre cada dos en la miscelánea que no obstante su férrea oposición inicial, a mis instancias, habíamos comprado al Sr. Trinidad Vázquez Valle en la esquina de Colón y Mina. 
Además de mi fuerte afición al cine me consideraba ya conocedor del mismo en algún grado. La lectura de revistas y otros medios sobre el tema me ayudaban. Al flamante Gran Teatro Cine Atotonilco, de don Margarito Ramírez, que había hecho quebrar a principios de 1946 al anterior y añorado cine Ideal de don Manuel Navarro Ruiz, obviamente no llegaban, ni mucho menos, todas las películas que deseaba ver. Los programas aunque se cambiaban varias veces a la semana, con sólo dos repeticiones y una parcial, dejaban fuera gran parte tanto de estrenos como de reposiciones.  
En esa época cada cine tenía programación diferente, esto es, ninguno las mismas películas y estas eran normalmente dos en cada programa y tres en las populares de los miércoles. Había en cartelera, como ahora, mucho más cintas de E.U.A., relegando las de otros países que en la misma tónica al presente pasan casi exclusivamente en cinetecas, festivales o “semanas especiales”.  
No obstante, la producción cinematográfica mexicana de entonces ocupaba mayor tiempo en pantalla que ahora porque la producción era abundante y además bien aceptada por el público. No había televisión, mucho menos videos ni cosas parecidas del presente. Únicamente la radio, en muy diferente plano, le hacía competencia al cine que era, con mucho, la principal diversión popular. Por ejemplo en 1954 se rodaron 136 cintas, Jorge Negrete había fallecido el cinco de diciembre de 1953; en 1955, 91; en 1956, 101, en 1957, 104, Pedro Infante murió el 15 de abril  y en 1958, 135. 
Cito sólo estos ejemplos destacados: Los Fernández de Peralvillo, de Alejandro Galindo; Orquídeas para mi esposa, de Alfredo B. Crevena; Sombra verde, de Roberto Gavaldón,  de 1954; en 1955, Robinsón Crusoe y Ensayo de un crimen, de Luis Buñuel; La tercera palabra y La vida no vale nada, con Pedro Infante; de 1956, El camino de la vida, de Alfonso Corona Blake; La escondida, de Roberto Gavaldón, con María Félix; Talpa, con Víctor Manuel Mendoza, Lilia Prado y Ángel Fernández, y Adán y Eva, con Chistianne Martell.En 1957, Los salvajes, de Rafael Baledón, con Pedro Armendariz; Flor de mayo, de Roberto Gavaldón, con María Félix, Jack Palance y Pedro Armendariz; El zarco, de nuevo con Pedro Armendariz; en 1958, Nazarín, de Luis Buñuel, con Paco Rabal, Marga López y Rita Macedo y La cucaracha, de Ismael Rodríguez, con María Félix, Dolores del Río y Emilio "Indio" Fernández.  
En Guadalajara existían solamente diez o doce cines. Cuatro de ellos muy cercanos entre sí eran Alameda, Juárez, Avenida y Metropólitan en la Calzada Independencia, fáciles y rápidos de llegar desde la antigua central camionera. De Atotonilco a Guadalajara se hacían menos de dos horas en autobús y las corridas en ambos sentidos eran cuando menos cada media hora.  
Así, muchos domingos alternados fui a nuestra Perla Tapatía a ver dos funciones de estreno ¡Cuatro películas! a escoger en tres de los citados cines, pues el Juárez ponía films de segunda corrida. Salía de Atotonilco, después de misa temprana, para estar ya en un cine a las doce en que empezaban las funciones, y a las cuatro de la tarde en la segunda en otra sala muy a la mano. 
Normalmente me alcanzaba el tiempo para comer antes de la segunda función en el restaurante de los hermanos Reyes, frente al cine Avenida, para al final regresarme entre las ocho y media y nueve de la noche, a tiempo de cenar y dormir más o menos bien. En la primera vez la joven que me atendió en el restaurante, buscaba a mi acompañante destinatario de la segunda comida corrida que le pedí simultáneamente, y a su cara de asombro al decirle que las dos eran para mí, casi le da espanto cuando enseguida, por fregar, le pedí junto con la cuenta, una latita de camarones para dar fin a mi apetito, Fui siempre de buen diente,  hasta que ahora las dietas y las recomendaciones médicas de salud han cambiado las cosas.   

COMO ENTRÁBAMOS AL CINE SIN PAGAR

El cine Atotonilco o Gran Teatro Cine Atotonilco, propiedad del hijo político más famoso del pueblo don Margarito Ramírez, se inauguró, si mal no recuerdo, en las fiestas patrias de 1945. El acontecimiento causó gran expectación local y en lugares vecinos, asistiendo muchos invitados a la elegante Avant Premiere de Cuéntame tu vida, de Alfred Hitchcoock,  con Ingrid Bergman y Gregory Peck. 
El costo de las entradas fue bastante elevado ese día y ordinariamente también en las  siguientes funciones. Al reducirse la asistencia esperada, el acaudalado propietario tuvo que instruir al encargado de su nuevo negocio, don Pedro Valle Macedo, bajarse al nivel del antiguo cine Ideal, propiedad de don Manuel Navarro Ruiz, que a principios del 46 tuvo que cerrar con el pesar de muchos aficionados. Ya sin competencia volvió a incrementarlos, aunque no en los niveles originales porque el mercado no lo aguantaba. Para parroquianos tan frecuentes con serias carencias económicas como yo, los costos estaban fuera de alcance.   
Fue cuando echamos mano de una solución inmejorable: ¡Entrar sin pagar! El elegante nuevo cine, como todo negocio del ramo que se preciara, tenía dulcería propia, pero este gran negocio colateral de los cines modernos, estaba en este caso independiente de la zona de ingreso. 
Los espectadores pedían permiso en los intermedios de cada película para salir a comprar. No se daban contraseñas para reingresar a la función; tal vez porque no tenían tiempo suficiente al agolpárseles la gente que salía o porque no se les ocurrió.   
Poniéndose atento, sin dejarse ver previo a las salidas en el área de entrada, nos metíamos revueltos en  la bola que reingresaba; y aún nos llegamos a aventurar entrando solos comiendo o con algo en las manos, dando sólo el casi infalible "gracias señorita". 
Haciendo nuestra hazaña en el primer intermedio veíamos la función completa de dos películas, ya que después del segundo repetían la primera. No nos importaba que esto nos desvelara, acostándonos en estas suertudas noches cineras por ahí de las once de la noche.   
Como era de esperarse, el sistema de engaño que seguramente no lo era tanto, en algún momento tenía que fracasar. Acompañado de uno de mis amigos, nos detuvo y amedrentó con especial encono en una función de los jueves de estreno, en pleno instante del “gracias señorita”, un inspector comisionado muy celoso de su deber. El bochornoso incidente nada privado erradicó de tajo esta manera clandestina de ver cine.   
La encargada de la entrada era la señorita Hermelinda Orozco González, hermana de don Ramón, conocido hombre de negocios de Atotonilco en el ramo de refacciones automotrices, con cuya familia mantuve siempre una larga amistad. Seguramente  la engañamos muy poco entrando sin boleto y por pena, más que la nuestra, no ponía en evidencia nuestra nada legal forma de entrar cuando no traíamos dinero. Quizás haya tomado en cuenta que muchas veces sí pagábamos. Mi pasión por el cine lejos de reducirse por el incidente permaneció intacta y más conforme fui conociéndolo por los demás medios.   
Para costearme ésta como otras dos grandes aficiones que había adquirido con similar pasión: el alquiler de las revistas de cómics o monitos y la compra de otras publicaciones  y libros, tuve que buscar otras fuentes de ingresos para reforzar los inseguros del lavado de coches y mandados.  
Me puse a fabricar saltapericos o truenos, con garbanzos envueltos en una mezcla húmeda de clorato y raspadura de de cerillos y papel de china. Se los vendía, a toda mi capacidad de producción, a una amiga que tenía un puesto en la plaza a la que le decíamos la boxeadora. El negocio para mi mala suerte no duró, pues en un infortunado accidente casi le cuesta una mano a mi hermano José Luis, al explotarle a la altura del abdomen el reley de coche en que yo preparaba el material. El sentido de culpa que me acarreó el asunto es materia de otro relato.    
Entonces conseguí un trabajo, por cierto no muy agradable, que consistía en cargar y subir atados de cueros frescos del rastro, a un camión comando que llevaba pasaje todos los días de Atotonilco a San Francisco de Asís y San José de Gracia y viceversa. Estos camiones eran aquellos que usaron los gringos en la Segunda Guerra Mundial y enviaron después como desecho a México, siendo acá muy útiles para transporte de pasaje y carga en brechas y lodazales. 
De las muchas películas que vi en el año de fines de 1945 al de 1946, varias fue sin pagar la entrada, como Cuéntame tu vida, la de la inauguración en reposición posterior; Días sin huella, con Ray Milland y Jane Wyman; La diligencia, con John Wayne; Qué verde era mi valle, con Maureen O'Hara; Casablanca, con Humphrey  Bogart, Ingrid Bergman, Paul Henreid y Claude Rains; La gran ilusión, con Jean Gabin; Lo que el viento se llevó, con Clark Gable, Vivien Leight, Leslie Howard y Olivia de Havilland; Roma, ciudad abierta, con Anna Magnani; El ladrón de Bagdad, con Sabú; El mago de Oz, con Judy Garland, etc.   
Mexicanas:  la serie Las calaveras del terror, con Pedro Armendariz y los hermanos Tito y Víctor Junco; Flor silvestre y María Candelaria, ambas con Dolores del Río y Pedro Armendariz; Doña Bárbara, con María Félix, Julián Soler y María Elena Marquez; Nosotros, con Ricardo Montalbán y Emilia Guiu; La barraca, con Domingo Soler; con Jorge Negrete y Gloria Marín, ¡Ay Jalisco, no te rajes!, Canaima, Carta de Amor e  Historia de un gran amor; Un día con el diablo y Ahí está el  detalle, con Cantinflas; Rayando el sol, con Pedro Armendariz, María Luisa Zea y David Silva; La perla, con Pedro Armendariz y María Elena Marquez; Campeón sin corona, con David Silva. Así como algunas francesas, italianas y españolas.    

FUNCIÓN DE CINE TRÁGICA

Lo que voy a contarles ahora del cine, sucedió un miércoles de fines de mayo de 1945. Teníamos ya casi cinco meses en Atotonilco y como ya mencioné en mi relato "La primera vez que fui al cine", me había convertido, hasta donde podía, en un asiduo cinéfilo. 
El cine "Ideal" de don Manuel Navarro Ruiz, se preparaba para la competencia que iba a tener con el nuevo y flamante "Gran Teatro Cine Atotonilco", que pronto inauguraría su propietario don Margarito Ramírez, coterráneo e importante político y rico exgobernador del estado y del territorio de Quintana Roo.
Entonces este cine tradicional del pueblo, mejoró su programación en general escogiendo para los miércoles de popular tres títulos norteamericanos atractivos. Ese día serían dos  con John Hall y María Montez, pareja muy popular en cine de aventuras, Hembra contra hembra y Alí Babá y los cuarenta ladrones y, saliéndose del tema, de terror El retrato de Dorian Gray, con George Sanders, basada en la novela de Oscar Wilde. La función, “en glorioso technicolor”, empezaba a las seis de la tarde, como todas las demás funciones de la semana.
Me había propuesto no perderme esa popular y no tenía dinero. El doctor  José Guzmán Martínez y otras de las personas a quienes les lavaba su coche o les  hacía eventualmente algunos mandados, ese día no me habían encomendado nada. No me quedó otra que pedirle a mi mamá dizque para un cuaderno. Al empezar la función ya estaba yo en gayola, después de pagar los buenos diez centavotes del escamoteo que ella seguramente no había creído su destino, pues de sobra sabía mi arraigada debilidad por el cine.
Las tres películas con sus dos respectivos intermedios, de unos cinco minutos cada uno, se llevaban de cuatro y media a cinco horas. Normalmente las cintas eran entonces de entre 80 y 100 minutos, un poco más cortas de la media actual. Debíamos salir pues de la función entre diez y media y once de la noche. Pero resultó que ese día los aguaceros del mes fueron plena realidad, cayendo un tormentón al empezar la tercera película, alrededor de las nueve.
Como era de esperarse con aquel diluvio, acompañado como pocas veces de rayos y fuerte viento, se fue la luz y en tanto que echaban a andar la planta de gasolina del cine y reparaban varios reventones de la película, que como hecho adrede se lucieron ese día, se perdió más de una hora.
El público retobón y festivo se daba cuerda gritando y mofándose. 
-Cácaro, que te ayude tu hermana.
-Mejor te presto la mía para que te muevas, babieco.
-Y así te quieres ir de chaquetero al cine de don Márgaro.
Yo, ¡Como me iba a salir! El retrato... estaba rete emocionante y... terrorífico. En realidad estaba doblemente asustado, por el tema cinematográfico y por las calles sin luz como boca de lobo, el rayerío y las crecientes de agua. Se dijo que esa tormenta había sido una de las  más fuertes en muchos años. 
Con el miedo, el sentido de culpa, la escena final tan impresionante de la película, caminando prácticamente a ciegas después de las doce de la noche, empapado por la lluvia que no cejaba y por los charcos en que me metía, llegué a la casa hecho un desastre. Intenté abrir de manera que no hiciera ruido la aldaba del portón, cuando sorpresivamente jaló la puerta mi padre que me estaba esperando.
Llovido sobre mojado empieza la feroz cintariza, más bien cuartiza, pues usó la cuarta de pajuelas de cuero crudío con nudos, reservada para ocasiones especiales a que hubiera lugar, como venía al caso esa vez.
En el desayuno del jueves, que por ausencia de cena distaba 18 horas de la comida anterior, mi madre, como siempre lo hacía, retomó el asunto del cine. Me reprochó que no avisara y echara mentiras, que cada rato era lo mismo, que eran películas prohibidas, que la creciente, entre otros destrozos, se había llevado a un muchacho ya grande como yo. Aguanté eso y más de la nómina de la regañina y me fui sin comer nada a la escuela para no llegar tarde y no romper mi perfecta hoja de asistencia. 
Los buenos propósitos de obedecer a mis padres en lo del cine me duraban muy poco. Casi siempre reincidía en las populares citadas, sin desaprovechar en lo posible otros días de la semana en que se cambiaba de programa. Los domingos eran dos mexicanas de estreno que se repetían los lunes; los martes de único día, pasaban dos reestrenos de mexicanas o extranjeras; el jueves repitiendo el viernes, función de gala con dos estrenos gringos o europeos y eventualmente mexicanos. El sábado era de texanas (westerns) y serie de episodios del mismo tema u otro, repitiendo esta última junto con una infantil en la matiné del domingo a las once de la mañana, función que al igual que el sábado no tenían repetición.  
Algunas veces, para mi gran desdicha, se me venía abajo la fiesta cuando la clasificación en la tercera letra del alfabeto, hacía tan notoria la prohibición del film o filmes por exhibirse, que se encargaban de cuidar el orden aparte de los papás, los sacerdotes en las misas y los maestros en la escuela.
María Montez, (1919-1951), seudónimo de María Antonia Gracia, fue una conocida actriz estadounidense de origen español, nacida en Santo Domingo, República Dominicana. De éxotica belleza, destacó en películas muy populares de época y aventuras, principalmente de temas orientales, como aparte de las dos mencionadas, Las mil y una noches, Sudán, Tánger, La Atlántida y otras, de las que en varias, repito, su coprotagonista fue John Hall.
Fue esposa de Jean-Pierre Aumont, actor francés con quien hizo Hans el marino. En Italia filmó El ladrón de Venecia y en Francia, Pasión prohibida con Erich von Stroheim y Pierre Brasseur. Murió en su casa de un ataque cardiaco mientras tomaba un baño en su tina, quedando su cuerpo, por esta circunstancia, como en “glorioso technicolor”, como a todo bombo se anunciaban sus películas.    
Sobre John Hall a quien, repito, lo tengo muy presente  por sus cintas con María Montez, solo encontré en mis libros de cine una referencia tangencial como coprotagonista con Frances Farmer en Al sur de Pago Pago, en la misma tónica aventurera de sus demás films.
George Sanders (Thomas Charles Sanders, 1904-1972), fue un actor inglés nacido en San Petersburgo, Rusia. Participó en una gran cantidad de películas y obras  teatrales desde 1922 hasta su muerte. En 1936 se incorpora al cine de Estados Unidos en Hollywood y antes al teatro en Nueva York en 1934. Interpretó con éxito notable las series El Santo y El Halcón, y para la televisión los programas El teatro del misterio de George Sanders, 1958, y su autobiográfico Memorias de un canalla profesional, 1960.
Entre sus muchas cintas podemos mencionar, aparte de la del presente trabajo de 1945, Rebeca, 1939, y Corresponsal extranjero, 1940, ambas de Alfred Hitchcoock; Eva al desnudo, 1950, por la que obtuvo el Oscar como Mejor Actor Secundario; Ivanhoe, 1952; Mientras Nueva York duerme, 1956; Moll Flanders, 1965, y Noche sin fin, 1972. Contrajo matrimonio en tres ocasiones, dos con las hermanas Zsa Zsa y Magda Gabor. Se suicidó en abril de 1972 con una sobredosis de barbitúricos.  

LA PRIMERA VEZ QUE FUI AL CINE


Fue en la semana inicial del ya lejano enero de 1945, seguramente miércoles o jueves, cuando me invitó al cine mi compañero de mesabanco del primer grado de primaria.  Habíamos llegado la familia, del rancho a Atotonilco el Alto, e ingresado a la escuela oficial  los tres hermanos más grandes, yo el mayor casi de 9 años.
-¿Al qué? respondí de rebote instantáneo a la invitación, e inmediatamente: si voy.
Pensé, si él va, yo voy, como me había propuesto ir y hacer todo lo que fuera para ponerme al día y comportarme en consecuencia, lo más rápido posible, acerca de las muchas cosas que desconocía y debía conocer como todos los demás condiscípulos, pues tenía la inocencia de un niño mucho menor. La expresión “te bajaron del cerro a tamborazos” podía aplicárseme justificadamente.    
-Entonces nos vemos a las seis en la plaza, o un poquito antes.
Llegamos a tiempo los dos.
Compró Víctor Lomelí, que así se llama mi amigo, dos boletos a una señorita detrás de una reja ubicada abajo de una escalera de madera.
-Toma -me dio uno -vamos.
Subimos la escalera, yo atrás de él, al terminarse ésta descorrió hacia los lados un par de cortinillas de tela, y vi admirado y asustado, ¡asustadísimo!, un jinete con pistolas en ambas manos que cabalgaba disparando hacia nosotros. Yo, ¿donde me metía?... me le solté a mi compañero y en unos instantes, sin explicarme cómo, estaba sentado, con las manos en la cabeza, en la banqueta de enfrente del cine, la de un costado del templo, que era y es la calle Hidalgo, en donde se encontraba el desaparecido y añorado cine Ideal de aquellos tiempos.
Llegó Víctor en unos instantes, pero muchos más de los que yo había hecho en mi estampida -¿qué te pasó? -de sobra lo sabía, le contesté- no, nada, vamos.
Así, vi mi primera función de cine aquella lejana tarde, algo, para el que escribe, tan fascinante y maravilloso. El acontecimiento me puso en el umbral de un mundo nuevo  e insólito. Mi afición al séptimo arte fue tan arraigada, que en muchas ocasiones me valí, por falta de recursos, de artimañas no muy ortodoxas para estar frente a la pantalla.
La película texana o western en cuestión, que impactó de tal manera mi cerebro aquella tarde imborrable de mi vida, que recuerdo vivamente como si ahora fuera, fue una de las llamadas tipo B del género: "El Hermano Infame", en la que Don "Red" Barry hacía doble papel de hermano.  
Con el tiempo, dada la cinefilia contraída, leí en el tomo dos de la obra "Hollywood Babilonia" de Kenneth Anger, que Donald "Red" Barry, (1912-1980), fue una de las muchas víctimas del macarthismo anticomunista norteamericano en el medio artístico. El motivo para esto fue tomar al pie de la letra y en serio su apodo "red", rojo, por ser pelirrojo, y no por su supuesta filiación política.
Barry debutó en 1936 en una cinta de poca importancia de la Cía. RKO Radio Pictures, consolidándose en 1940 con el estelar de la serie Las Aventuras de Red Ryder (otra vez la pequeña palabra comprometedora), siendo probablemente a este serial y conocido cómic de vaqueros de la época, que pertenezca la cinta que vi. En 1942 se le calificó como uno de los diez actores vaqueros más taquilleros de los Estados Unidos, lo cual era una calificación importante, por el gran número de artistas que participaban en este género prototípico del cine norteamericano.
Participó en varios films del reconocido y laureado director Howard Hawks, como Avidez de Tragedia y Río Lobo. Dirigió y protagonizó Las Mujeres de Jesse James en 1953. El 17 de julio de 1980 se dio un tiro mortal, después de una discusión con su esposa, la actriz Peggy Steward. 
Este fue pues, el inicial de muchos incidentes inolvidables de mí encuentro con el cine, y de  otros de diversa índole no menos sorprendentes, después de pasar ajeno a muchas cosas, mucho más de lo normal, los primeros nueve años de mi niñez primogénita en el rancho. Con todo y esto, podría no haber tenido tan cerrados los ojos,  pero así sucedió por la forma como vivíamos y el   aislamiento e incomunicación del entorno.  
Joseph McCarthy (Wisconsin 14-11-1908/Maryland 2-5-1957), senador republicano norteamericano (1947-1957), fue el principal promotor de la Comisión de Actividades Antiamericanas durante su investidura, creándose el término macarthismo en que acusó a más de 200 supuestos comunistas infiltrados en el Departamento de Estado, incluyendo intelectuales y gente del cine, como Arthur Miller, Orson Welles, Rosaura Revueltas, John Garfield, Charles Chaplin, y hasta miembros de la Casa Blanca. A fin de cuentas fue víctima de su afán persecutorio falleciendo de 48 años, alcohólico y desprestigiado.