A fines de 1950 o principios del 51, vino de vacaciones de la ciudad de México a Atotonilco, la Srta. Irma amiga de Mercedes la mayor de mis hermanas, con cuya familia de origen atotonilquense la nuestra llevaba una vieja amistad.
Me había dado entonces por hacer reseñas escritas y dibujos de algunas de las películas que veía y/o analizaba. Mi afición como he dicho en los relatos anteriores del tema, era a tal grado fuerte que sólo la falta de recursos económicos o el inflexible impedimento paterno o de otras instancias morales por la clasificación para adultos, me impedía brincarme las trancas para estar frente a la pantalla. En lo tocante a minoría de edad, tal vez por mi aspecto de formalidad, nunca tuve problemas. Después así mismo muy raramente tenía que mostrar la cartilla del servicio militar, ni a su tiempo la de votar, ahora del IFE. La opción de entrar al cine de contrabando sin pagar, ya no me atrevía a llevarla a cabo.
Con la complicidad de mi hermana, Irma mostró interés en mis apuntes. Pensé que era sólo benevolencia sentimental. Al cuestionarme sobre ponerle una dedicación más alta al asunto del cine, le contesté que eran meras puntadas de aficionado. Las cosas quedaron en nada y ella regresó en su momento a México.
Volvió en sus siguientes vacaciones. Yo había salido de la primaria en junio de 1951, de quince años por haber entrado a primero de nueve empezando enero de 1945, cuando llegamos del rancho El Salvador. Por la premura económica familiar de inmediato empecé a trabajar primero tres meses en un trabajo eventual en la casa Lorenzo V. Valle y Cía. y sin pausa en septiembre en el negocio abarrotero mayorista La Colmena.
Elaboraba las reseñas en el poco tiempo que podía disponer después de trabajar todos los días hasta algo de noche en la tienda. Como mencioné en el escrito anterior, tenía ya revistas y otros medios de información sobre cine que presuntamente me daban bases para desarrollar mis opiniones. La amiga familiar era secretaria en una dependencia de Ferrocarriles Nacionales de México, de donde su papá era jubilado y tenían algún contacto con gente del cine. Había hecho investigaciones y gestionado en principio entrevistas con miras a que yo ingresara en los equipos de trabajo del ya reconocido director Alejandro Galindo. Me aseguraba que este señor estaba entusiasmado con lo que le había platicado sobre mi dedicación al cine.
Me sentía muy comprometido con la aportación económica a la familia, así como con el trabajo en el que ya era el encargado. Aunque no ganaba mucho mi ayuda era importante. Mis ya siete hermanos, en total fuimos diez, no podían ayudar. Estaba iniciando la carrera de Contador Privado por correspondencia en la Escuela Bancaria y Comercial de la ciudad de México y además me encargaba de la administración de una vecindad propiedad de mi abuela materna Emilia González Franco que estaba ubicada en la calle 16 de Septiembre casi esquina con el entonces callejón de Santa Rosa, inmueble que al tiempo le vendió al Sr. Cristóbal Lozano.
La oposición de mis padres y familiares sin la menor duda iba a ser totalmente férrea para irme al “mundo de perdición” en que se conceptuaba al llamado séptimo arte. Aún ahora en pleno siglo XXI, esta circunstancia no dejaría de causar grandes controversias familiares, y más en una ciudad pequeña. Además estimaba que como arrimado con la familia de Irma con todo y su buena disposición, aparte de inconveniente al rato no iba a funcionar.
Pude haber considerado los ingresos de algún trabajo colateral en el Distrito Federal, así como vivir con algún pariente, pero definitivamente deseché esta oportunidad que pudo haber cambiado del todo mi vida para bien o para mal, como otras ofertas que por similares o diferentes razones también tuve que rechazar.